01 jul. Los límites de la casa común
La sostenibilidad, como la naturaleza y los ecosistemas, necesita su propio tiempo. Un tiempo que no puede desligarse de la economía ni de la sociedad y sus necesidades básicas. En términos bastante más profundos se manifiesta la reciente encíclica del Papa Francisco sobre ‘El cuidado de la casa común’. El nivel de concienciación social sobre la sostenibilidad no ha dejado de crecer en las últimas décadas, pero no podemos decir lo mismo de muchas acciones y políticas.
El paradigma del desarrollo sostenible se enfrenta a dificultades de distinta naturaleza. Partimos necesariamente de parámetros muy diversos e igualmente complejos dependiendo de las diferentes realidades políticas, geográficas, sociales y culturales. En el mundo occidental tenemos parcialmente garantizadas nuestras condiciones mínimas de dignidad, mientras África, Sudamérica y buena parte de Asia sobreviven en circunstancias muy difíciles y con índices de pobreza extrema ajenos a la dignidad del ser humano. La economía se sigue manifestando como una ‘ciencia’ flexible, cuando no manipulable, para explicar sus datos macroeconómicos. Casi todo lo que no resulte mesurable en términos de crecimiento cuantitativo o Producto Interior Bruto acaba por desaparecer. Este fenómeno es visible en nosotros, en nuestras familias y en los propios niños tan pronto como asumen la propiedad de las cosas como algo real. Así, asumimos con naturalidad la necesidad de tener, poseer, disfrutar privadamente de cosas y objetos por el mero instinto o goce de ser titulares de cosas y bienes. En algunas ocasiones, por evidente necesidad. En otras muchas, sin necesidad alguna, como necesidades creadas artificialmente que satisfacen nuestra aparente necesidad de acumular bienes sin mayor valor cualitativo.
Un consumo meramente cuantitativo, sin mayor valor añadido que la adquisición de bienes y servicios, sólo aporta la puesta en circulación de flujos de capital, bienes y servicios cuya contribución al bienestar de una sociedad es una mera hipótesis. Tampoco un consumo de esta naturaleza aporta sinergias suficientes que permitan encadenar elementos de conocimiento, valor singular o producción de bienes que sostengan el bienestar de una sociedad. En resumen, consumir por el mero ‘placer’ de consumir es una conducta más bien pueril que no reporta bienestar alguno si no se le otorga al consumo algún valor material o inmaterial que satisfaga nuestras necesidades reales y de futuro.
En este contexto, el desarrollo sostenible tiene unos parámetros teóricos bastante claros y definidos, especialmente desde la Cumbre de Río en 1992. Pero de este punto a la práctica de la sostenibilidad el trecho pendiente sigue siendo muy amplio en todas las materias que afectan al medio ambiente. La economía, hasta ahora, no ha internalizado en sus costes el valor o el ahorro real que supone la opción por una determinada política frente a otra con mayores impactos ambientales. Mientras esto no ocurra, el reto es más difícil. El planeta o la ‘casa común’ se enfrenta con otra dificultad derivada de nuestros sistemas políticos. Estos se gestionan a través de los límites que la soberanía de los Estados ha dibujado en territorios, propiedades de bienes; recursos naturales que se encuentran en la biosfera, pero que el derecho hace pertenecer a alguien o, en nuestro contexto, califica como bienes de dominio público. Por tanto, mientras la naturaleza y sus recursos responden al caprichoso pero sabio devenir de la ecología, ni la política ni el derecho se basan en dicha lógica. Y así establecemos regímenes de protección de cauces o de niveles de caudal ecológico de un río según su ubicación geográfica y su pertenencia política, sin reparar en que dicha protección pueda ser diferente unos metros más allá, cuando el cauce fluvial discurre por otro Estado con un régimen de protección diferente o, en su caso, sin nivel alguno de protección.
Lo mismo sucede con los océanos, las pesquerías, la biodiversidad o la atmósfera. La realidad nos demuestra que la naturaleza y sus recursos no se adaptan a la política y al derecho; más bien al contrario, son la propia política y el derecho quienes deberían aprender de la naturaleza y sus recursos para adoptar regímenes de protección que no desconozcan la realidad física del medio, de sus recursos y de sus interacciones.
En suma, el mundo globalizado debe abordar diversas dificultades para analizar la realidad de la sostenibilidad y la necesidad de caminar hacia ella. Y las dificultades están complejamente entrelazadas. La ecología tiene sus propias reglas: unas reglas de armonía ajenas a límites y fronteras. La economía, en general, carece de reglas. Más bien sustenta su propio análisis diario en la ‘necesidad’ de crecimiento cuantitativo. Ambas tienen en común la práctica inexistencia de límites reales a su desarrollo. Sin embargo, la naturaleza se reorganiza, se revitaliza, se compensa, mientras la economía, justo al contrario, se desorganiza o se desata hasta límites muy alejados de la dignidad de las personas.
Todo lo anterior debe armonizarse desde la política en busca del bienestar de la sociedad y de la redistribución de la riqueza. La sociedad sí tiene reglas; unas reglas muy distintas a las de la ecología o la economía, y proyectadas sobre personas, naciones y Estados en base a principios de soberanía y derecho coercitivo. La búsqueda de armonía entre ecología, economía y sociedad es el reto central de nuestro tiempo.
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