Sobre la degradación del término “política”

Junto a la creciente crisis de la política y de los valores que debieran acompañar su ejercicio, asistimos en los últimos años a lo que podríamos denominar una paulatina y poco atinada tergiversación del propio concepto de “política” en sus variadas acepciones originarias. No creo que el fenómeno sea especialmente novedoso, pero sí observo que la tendencia se va generalizando y, siquiera socavadamente, va erosionando la confianza general en la propia política y en su auténtico significado.

Vaya por delante, en mi opinión, que no se trata de un fenómeno meramente social o periodístico, dado que la degradación del término y de su práctica real viene siendo igualmente practicada por quienes nos dedicamos a la política en unas u otras funciones. Al menos brevemente, creo que es posible el análisis de esta situación con algunos ejemplos anónimos extraídos de la práctica diaria.

A tal fin, es necesario precisar inicialmente el propio concepto de “política”. La definición estrictamente lexicológica del término política que nos aporta la RAE nos remite al “arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados” o a la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”. Aristóteles en su obra “Política” alude también a las diversas formas de gobierno. La etimología latina y griega, igualmente, define la “política” como aquello que involucra a la ciudadanía y a los asuntos públicos.

Frente al significado auténtico de la política, proliferan a nuestro alrededor las acepciones claramente peyorativas o distorsionadas del término emitidas, en ocasiones, por puro despiste o cabe imaginar que por ciencia infusa. De este modo, es habitual escuchar con carga negativa o de desconfianza que una cuestión cualquiera “es un tema político” y que, por tanto, no se resolverá. Obviamente, cualquier aspecto de la vida pública puede suponer “un tema político” que podrá resolverse de una forma u otra, pero su naturaleza política no presupone el conflicto o su eterna irresolución, si no su necesario encauzamiento por los mecanismos habituales del diálogo, la negociación y la resolución política con la debida motivación.

Otra afirmación habitual y deformadora del término es el clásico aforismo según el cual, alguien “hace un uso político” de cualquier cuestión cuando alguien escora su argumento o su posible decisión. Aquí la realidad es que el argumento más bien parece esgrimir un uso partidista, electoral, escorado o sectario de la cuestión. Algo que, como es notorio, es bien diferente al significado propio de la “política”.

No me puedo olvidar de otro ejemplo habitual en nuestros días: “es un discurso muy político”. En este caso no es fácil discernir si se trata de algo negativo, peyorativo o se pretende afirmar que el discurso es un auténtico “ladrillo”. Quiero suponer que si el discurso es pronunciado por un político ha de ser una alocución “muy política”.

Es más que evidente el ánimo de distorsión de la realidad en otra afirmación habitual en nuestros parlamentos: “Hay que sacar la cuestión de la política” o, en otros términos, “de la confrontación política”. Siendo la confrontación de ideas y soluciones parte esencial de la política con mayúsculas, ésta implica el debate y la discusión, evidentemente bajo el mutuo respeto a todas las personas e ideologías democráticas. Una vez más, los temas no deben “sacarse” o “aislarse” de la política, si no más bien de las visiones sectarias, autoritarias, no democráticas o partidistas, todas ellas bien ajenas a la política bien entendida.

Incluso la recurrente y reiterada judicialización de la política nos obsequia con algún ejemplo habitual y significativo. Hay multitud de decisiones judiciales que afectan a la política, como es lógico. Sin embargo, también se ha instalado entre nosotros la manida reflexión sobre las sentencias políticas: “es una sentencia política” se suele escuchar, cuando supongo que lo que se pretende afirmar es que una determinada sentencia carece de argumentos jurídicos o beneficia a una corriente política o sencillamente es una sentencia con argumentos falsarios o deliberadamente desviados de la aplicación del Derecho en vigor.

Como afirmaba John Locke en su “Segundo tratado sobre el gobierno civil” hace más de 300 años, la política tiene “la única intención de lograr el bien público”. Bien haríamos por tanto, empezando por los propios políticos, en dignificar el término y el ejercicio diario de la política.

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