Un pueblo que sigue luchando por la paz

El uso partidista de las víctimas de la violencia y del terrorismo en Euskal Herria ha sido una constante del debate público vasco en las últimas décadas. Se trata de una táctica torticera y demagógica que, alimentada desde los sectores más reaccionarios de la derecha de siempre, se compadece bien poco con la realidad de una sociedad tan compleja como cualquier sociedad occidental, pero de ningún modo enferma como sugiere un reciente artículo de J. M. Ruiz Soroa (DV y El Correo, 31-8-2021). No hace falta recordar las lagunas y déficits democráticos de muchas sociedades europeas, incluida la española, sin que por ello se pueda sugerir que sus gentes están enfermas.

Desde mi punto de vista, nadie puede dudar de la lacra social que ha significado la acción terrorista que sufrió nuestra sociedad durante décadas. Nadie duda tampoco de que colectivos perfectamente identificables han sido los primeros amenazados por una situación inadmisible desde cualquier perspectiva. Sin embargo, de forma igualmente evidente, se puede advertir que determinados grupos políticos y sociales han pretendido patrimonializar el sufrimiento y la persecución que derivan del terrorismo y de la violencia en general. El fenómeno se proyectó incluso hacia el exterior de cada colectivo respectivo, para acabar responsabilizando directa o indirectamente al resto de la sociedad de situaciones de violencia injustificables que nos afectaron a todos directa o indirectamente. Es decir, desde algunas perspectivas el terrorismo o la violencia han sido sólo sufridos por determinados grupos sociales y políticos. Lo anterior, sin embargo, se encuentra muy lejos de ser cierto. El estigma del sufrimiento es un mecanismo de reacción humana comprensible, incluso desde la perspectiva de un derecho de “legítima defensa”, pero que no debería derivar o tratar de “delegar” las responsabilidades sobre el resto de la sociedad “in totum”

De lo contrario, acabaríamos absurdamente convencidos de que los problemas que padecemos no son, como tales, de la sociedad en pleno sino de un grupo integrante de la misma y, por si ello fuera poco, responsabilidad tácita o explícita del resto de la sociedad, en función de sus silencios o de esa supuesta ambigüedad calculada que algunos imputan al nacionalismo vasco, pero no, por cierto, al nacionalismo español en general. Semejante interpretación es tan injusta como ingenua y llega incluso a negar la existencia de una verdadera sociedad. Con ello, se negaría igualmente la existencia de soluciones plurales que partan precisamente de la propia sociedad como víctima directa de la violencia que hemos sufrido históricamente.

En mi opinión, la patrimonialización del “bien” y del “mal” no puede tratarse como un monopolio anexo al sufrimiento. Tampoco cabe aceptar la legitimidad exclusiva de algunos sobre dicho monopolio, por no haber aquéllos participado en acciones violentas. La mínima ética política y humana impide patrimonializar el sufrimiento o “explotar” el mismo ante los que directa o indirectamente han practicado o han evitado rechazar la violencia o ante la sociedad en pleno. En tal caso, una vez más, el problema no sería ya de toda la sociedad que como tal ha sufrido la violencia y el terror, sino de unos grupos o sectores previamente identificados con determinados fines. Con ello, no se busca ya una solución o un acuerdo social, sino la conversión de la realidad y el dolor en arma arrojadiza con la que explotar el sufrimiento.

Se percibe en todo lo anterior una práctica que intenta separar sectores de la sociedad en función de sus cuotas de sufrimiento ideológico. Es una práctica política que se viene alimentando abiertamente desde los sectores de la derecha más reaccionaria. La situación enfrenta, también directamente, modelos sociales que a priori son pacíficos, pero que esta cultura delatoria arrincona y señala buscando estigmatizar universalmente y “sine die” tanto a reos como a víctimas.

Lo verdaderamente necesario es que todos hagamos nuestras, individual y colectivamente, las heridas de nuestra historia, incluidas las de las víctimas y su legitimidad política. Tal legitimidad política no es otra que la de la propia sociedad globalmente considerada. Hagamos el dolor y las heridas “dominio público” como sociedad plural que somos y nunca más como integrantes de aquellos grupos partidistas que quieren monopolizar la razón y la verdad de todos. También la paz alcanzada nos reclama asumir que nuestro patrimonio y nuestras profundas heridas como Pueblo son diversas, pero no privativas de cada una de nuestras ideologías. Se trata de un reto mayúsculo que comienza por reconocer el dolor ajeno y desterrar cualquier atisbo de enfermedad colectiva.

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